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El Ávila desde la ventana de mi último lugar de trabajo en Caracas |
Una noche me preguntaron: ¿Te quieres ir si o no? Yo dije
que sí. Tres meses después me encontraba en México. Solo tuve un mes para poner
en orden mis cosas; pagar mis tarjetas de crédito, encontrar una maleta, encontrarle
un nuevo hogar a mis libros y a todas las cosas que dejaría en casa de mis
papás, cosas que no quería que se quedaran llevando polvo o dejadas al olvido.
¿Y que haría con lo intangible? Con aquello que no se altera
con el tiempo y que por el contrario se vuelve más valioso con el pasar del
tiempo, ¿Qué voy hacer con mis padres? ¿Qué voy hacer con mis amigos? ¿Qué haré
con mis libros? ¿Qué haré con mis amores? Solo podía llevar una maleta, un
bolso de mano y mi mochila con el equipo fotográfico que solo podía entrar
ahí. Nada más.
Cruzaría a pie la frontera, fue el modo más económico que
pudimos encontrar para poder salir. Los vuelos directos era y son muy costosos,
a mi me estaban haciendo el gran favor de hacerme llegar a México, así que me
tocó hacer mi parte. Con mi última quincena, antes de la liquidación, compré un
boleto que me llevaría a la población de El Vigía, (Mérida). Lo que no sabía
era que el aeropuerto de La fría (Táchira) estaba mas cerca de San Antonio
(ciudad fronteriza con Colombia) de haber sabido esto antes, quizá mi vuelo no
habría salido con dos horas de retraso, no había tomado el bus equivocado en el
terminal de El Vigía, quizá no se habría roto mi maleta cuando la revisó un
agente de la guarda nacional buscando material de contrabando, tal vez habría
llegado más temprano a San Cristóbal. En el terminal de San Cristobal, busqué
como loca un carro que me llevara a San Antonio, era una camioneta tipo
ranchera que podía llevara cinco personas, tres atrás y dos adelante con el
chofer. Dormía a ratos, miraba el paisaje con nostalgia y
con desesperación, ese tramo entre San Cristóbal, San Antonio es muy turístico,
es bonito para apreciar en una onda turística. Entre sueños, escuchaba a las pasajeras de atrás intercambiar
información sobre líneas de buses que hacían viajes a Ecuador, Perú, Chile y
Argentina. El terminal de Cúcuta creció bárbaramente a raíz de las migraciones
venezolanas.
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El terminal de El vigía, Edo. Mérida |
Me agobiaba la idea de perder mi vuelo, temía no poder llegar a Cúcuta a tiempo después de todo este festín de
contratiempos. Mi vuelo salía el 31 de octubre a las 7:00 am para Bogotá, no
podía perder ese vuelo por nada del mundo. No tenía dinero para pagar la
penalización en caso de perder el vuelo. Cuando llegué a San
Antonio eran las 7:00 pm y todavía tenía que conseguir los sellos (el impuesto
de salida), hacer que me volvieran a revisar la maleta. Era la
primera vez que cruzaba de noche el Puente Simón Bolívar, antes lo había hecho
en taxi, cuando aún se permitía el libre tránsito de vehículos, ahora solo
escuchabas el murmullo y el paso rápido de los transeúntes, colombianos y
venezolanos por igual llevando bolsas de comida. Yo cruzaba con un carretillero, un joven de contextura delgada y que no pasaba de los 22 años se dedicaba a llevar las maletas de todo aquel que quisiese cruzar más
cómodo la frontera por el módico precio de 10mil bolívares. Cuando llegamos a
la mitad del puente, el chico deja su carrucha en un especie de estacionamiento
improvisados para continuar el viaje con mi maleta a lomo: -“aquí no me dejan
pasar la carrucha por que ya estábamos del lado colombiano” Me dijo. Entonces, ese
muchachito de unos 50 kilos se lleva a la espalda mi maleta
de 22 kilos y se cuelga mi maletín de mano en su brazo derecho para continuar
nuestra ruta. Casi terminando el puente me pregunta si yo no voy a llorar –
¿Llorar? Le pregunto. Con todo este ajetreo que he tenido no creo que me de
tiempo para ponerme sentimental. –Es que todo venezolano que cruza el puente se
pone a llorar. Me respondió.
Ojalá hubiera llorado, así hubiera vivido mis etapas y no
estaría como un alma en pena, extrañando a mi seres queridos, mi comida y mis
objetos preciados. Le pagué sus bien ganados 10 mil bolívares, me deseó suerte
y regresó por más clientes. Yo continué con una nueva formación, pero ahora, en
la migración colombiana. Todos en la formación tenían una copia de su boleto,
menos yo. -¿Para qué? Me dije. Si en la aerolínea te imprimen el boleto. Y eso
mismo le dije al agente de migración. El hombre me miró fijamente, me selló el
pasaporte sin quitar la mirada de mi rostro, me entregó el documento y me dijo:
“Bienvenida a Colombia”. Entonces pude respirar hondo.
Crucé la frontera con 220 dólares. Me sentía como los
inmigrantes de la segunda guerra mundial que vinieron a este continente, con
una mano delante y otra atrás. No fue fácil conseguir esa cantidad de dinero. Yo, solo vivía de mi salario y de
algunos trabajos a destajo, comprar dólares en un país donde hay control
cambiario sin tener conocidos en el alto mando o contar con mucho dinero para
comprarlos al mercado negro era solo para gente con muchísimo dinero. Un año
antes de irme una amiga que había vivido en Estados unido y que planeaba
regresar, me vendió 100 dólares, los compré con la liquidación del empleo que
tuve en ese momento, luego, un buen amigo me dio otros 100 dólares por que ya
conocía mis planes de irme de Venezuela. 20 dólares fue por vender una lámpara,
que compré hace años para hacer los retratos mas bellos del mundo, bueno, eso
me dije el día que la compré, pues daba la luz muy hermosa. Se la vendí a un
amigo fotógrafo. Me ofreció los 20 dólares y la casa de su primo para pasar la
noche en Cúcuta, cuando llegase el momento de cruzar la frontera. Creo que fue
la mejor oferta que conseguí por mi lámpara.
Una vez que sales de la migración colombiana y cruzas a la
cera del frente solo vez dos cosas, taxis y casa de cambio. Un taxista se me
acercó ofreciendo sus servicios, le dije que primero debía cambiar dinero para
poder tomar cualquier taxi. – No se preocupe.
Tomó mi maleta y se fue conmigo a cambiar el dinero para luego
escoltarme hasta su flamante taxi amarillo de reglamento. Hablamos todo el
camino de cómo ha cambiado Cúcuta desde la migración venezolana, de como hay tantos venezolanos durmiendo en las
plazas y las chanchas y hasta de las competitivas tarifas de las prostitutas
venecas. Del último punto, estaba muy bien informado. Como último gesto de amabilidad, compartió su conexión de internet
para comunicarme con el primo de mi amigo, el fotógrafo, cuando hablé
con él se le notaba la preocupación, habían pasado tres horas desde la última
vez habíamos hablado. Lo primero que hice al llegar a su casa fue ducharme,
acto seguido me invitó a comer hamburguesas y beber un postobón, la frescolita
colombiana, mientras me contaba que su hermana había ya dado techo a "unos gochos", venezolanos de el estado Táchira que la semana pasada irían a Perú por
carretera. Yo, solo quería devorar la hamburguesa, no había comido nada en todo el día, guardaba el poco dinero que
me quedaba para alguna eventualidad y al final solo me quedaron otros 10 mil
bolívares para el recuerdo. Antes de dormir le escribí a todos los que sabían
que me iría, mis papás, mis amigos mas cercanos, mi amigo que me recibiría en
México, además de otros seres especiales que estaban pendiente.
Cerré los ojos y al abrirlos, ya estaba en el aeropuerto
internacional Camilo José Daza. Había tomado un taxi a las 5 de la mañana, fue
la primera vez que sentía calor de madrugada. En el aeropuerto, había notado a
muchísimos venezolanos esperando la salida de un vuelo a Chile, todos eran
familia. Yo no identifiqué a nadie que fuera conmigo a Bogotá. Como mi vuelo
era madrugador, sabía que me daría desayuno, así que solo compré un jugo de
naranja. Mi vuelo hacia México sería en la tarde, así que también me darían de
cenar, no quería seguir cambiando dólares, así que andaba prichirrísima con los
excesos. Hasta que vi mi placer culposo, esto, ya en Bogotá. Se trataba de una
tienda de Dunkin Donuts, en
su mostrador posaban unas donas de chispas de galleta oreo y no conformes,
tenía de muestra gratis un rico panque de vainilla y chocolate, no lo pensé
mucho y me formé para comprar la dona y con toda la pena del mundo, me llevé
dos buenos pedazos de bizcocho. Y no contenta con eso, hice escala en un café de Starbucks y pedí un late. Después de toda la
roncha que pasé día anterior creo que me lo merecía.
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Un dragón y un unicornio arcoiris reguardarán el vuelo |
Faltaban cuatro horas para tomar el vuelo a Ciudad de México. La policía
de migración me hizo botar una crema para el cuerpo y una botella de agua antes
de pasar a la zona internacional. Salí barata, he sabido que a otro
compatriotas les revuelven todo. Los agentes de migración reconocen cuando un
venezolano se va de su país por la cantidad de maletas que lleva, tratando de
llevarse un poco de la vida que dejaba atrás en las maletas. Yo, ya tenía claro
que debía hacer una nueva vida, así que solo traje lo indispensable, los únicos
que me revolvieron mis cosas, fue la propia guardia nacional de mi país. Entre
las pocas cosas que traje, incluí solo 5 libros. El primero fue un libro sobre mi
fotógrafo favorito, Man Ray, el primer libro que compré con mi primera quincena
de asalariada, el segundo, también de fotografía, un libro de Joe Mc Nelly quien
es una gran inspiración para mi y de paso fue un gran regalo de cumpleaños. El
tercero era un libro de crónicas con dedicatoria del mismo autor hacia mi, el
cuarto es un libro infantil que se llama La danta Blanca, lo traje con la
fantasía de leérselo a mi hijo, de tenerlo algún día, antes de que fuera
absorbido por la nueva cultura que recibiera del país donde naciera. Así
aprendería algo mágico del país donde nació su mamá. El quinto libro era el
último se trata de dragones, la saga de El legado, este último me acompañó en
el avión por que tengo la idea de que si me acompaña un dragón, así sea en un
libro, no se caerá el avión en el que viajo. Durante momentos pensaba pensaba
en los libros que venía comprando desde hace tiempo, con la idea de hacer mi
biblioteca el día que tuviera mi casa. Tenía todo tipo de libros hermosos,
ficción, no ficción, de fotografía, cuentos, poemas, biografías. De todos los
tamaños y materiales. A veces me arrepentía de los libros que traje y sentirme
culpable por no traer otros, de repente me daba cuenta que había dejado cosas
que pude meter entre los libros, solo traje una foto de mi papá, una de mi mamá
y otra mía de pequeña y una mas de mi perrita fallecida. A dos semanas de irme,
rematé mis libros a mis compañeros de trabajo. La pasante fue la que mas
aprovechó la oferta. Lo mas gracioso es que tres meses y medios de llegar
conocí a un de los autores de uno de los libros que vendí, le causó gracia
saber que tuve que vender su libro para poder llegar a México.
Ya faltaba poco, solo unas 8 horas más y estaba en México,
cuatro horas en el Dorado (Bogotá) y 4 horas de vuelo. Caminaba por los largo y
amplios pasillos del aeropuerto, era 31 de octubre y había
un tímido ambiente de Halloween, los empleados de Copa Airlines vistieron a
tres chicas como madrinas mágicas y se tomaban fotos con los que esperaban
tomar sus vuelos y que luego compartían en sus redes sociales. También había
música en el ambiente, eran dos hombres que tocaban y cantaban, lo hacían tan bien que pensé que eran músicos profesionales. Confieso que me acerqué por que uno de ellos se me pareció a Carlos Vives. Después de romper el hielo descubrí que trataba de un colombiano y un brasileño. No tenían
pinta de hipies pero si sus corazones, el duo era bien divertido. Conversaban y
cantaban, a veces en español y a veces en portugués. El colombiano también
hablaba portugués. En algún momento les tomé fotos. Después llegaron las
madrinas mágicas de Copa Airlines y nos tomamos fotos con ellas, luego de eso
nos volvimos el G3, Colombia, Venezuela y Brasil. Compartimos nuestras breves
historias. Andrés, colombiano de Medellín, médico neurólogo y diestro en la
guitarra. Regresaba de un congreso en Sao Paulo, esperaba volver a Medellín.
Diego, administración de profesión y músico regular, suele reunirse con sus amigos de la
universidad, en Sao Paulo. Regresaba de pasar una temporada en la casa de su
hermano mayor, en Inglaterra. Esperaba para su casa en Sao Paulo. Ambos
teníamos el mismo tiempo de espera, 4 horas. Durante ese tiempo, hablamos de lo
peor y lo mejor de nuestros países y claro, teníamos un bendito afán en
demostrar que el nuestro era el peor. Creo que yo gané la disputa, pues era yo
la que estaba yéndose del suyo y por razones obvias. La cumbre terminó con un
intercambio de número y correos electrónicos. Cada quien fue a esperar en su
puerta respectiva el llamado de cada uno. Ellos a retomar sus vidas y yo
intentar una nueva.
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Dos del G3 |
Ya, en el avión todo fue más sencillo; llené mi forma
migratoria, me dieron de cenar, vi una película y varias series, dormí un poco.
Viajé con una pareja de recién casados, de origen portugués y creo que ambos
venían de antiguos matrimonios, ninguno tenía 25 años, pero se veían tan
felices y apasionados que sentía envidia, pero de la decente. Mi último temor
estaba al llegar a México, antes de irme había escuchado muchas historias sobre
los agentes aduanales mexicanos, son súper, súper estrictos, pues, no es un
país fácil. Ya habían devuelto a muchos venezolanos, uruguayos, peruanos y demás nacionalidades y no quería que esa fuera
mi suerte. Una vez mas me había formado, pero ahora en México, había llenado mi
forma migratoria con mucho cuidado, no podía regresar después de tanto. A mi
turno me toca un hombre, me pide el pasaporte y me pregunta en donde me
quedaría, le explico que en casa de un amigo que me invitaba a pasar la
temporada. -¿Y por qué no en un hotel? Me pregunta. –Por que son muy caros. Le respondo. – Si verdad, es más barato... Acto seguido me sella el
pasaporte y raya con un 180 mi forma migratoria diciendo: -Bienvenida a México.